JULIO
BERGROSEN
Acto Único
Escena I
Estamos en el interior de
una casa, con su sofá en el centro de la escena, de frente al público, una
mesita delante. La puerta de entrada a mano izquierda, a modo de mutis. Un
podio a mano derecha al fondo sobre el cual está la pequeña cocina. Un
mostrador a modo de barra de bar delante, con un teléfono negro a un lado, y
con tres sillas delante. Una amplia ventana con sus cortinas translúcidas al
fondo en el centro. Una mesa pequeña y redonda a la derecha en primer plano. Un
par de tiestos al fondo, colocados ad líbitum. Una puerta colocada a la
izquierda, más cercana al público que la anterior, a modo de entrada a otro
cuarto. Igualmente en el lado diestro de la escena. Se oye, al poco de alzarse
el telón, el correr de un cerrojo. La puerta principal de abre y por ella entra
una pareja. Visten a la moda de los “felices veinte”, quizá porque la acción de
sitúa a mediados de 1929. Ella, un vestido corto negro de lentejuelas y un
penacho de plumas alrededor del cuello. Entra alegre, cantando y bailando,
tomando el penacho con ambas manos y extendiéndolo por detrás de su cuello;
sobre su cabeza, y a manera de tocado, una cinta negra, sobre la cual se yergue
una pluma sobre su pelo a lo garzón; calza zapatos de tacón. Él, más sosegado,
viste esmoquin de chaleco blanco, con corbata blanca y camisa negra. Lleva un
sombrero, algo ladeado, color crema con una cinta negra. Calza mocasines.
Tras ellos, aparecen otras dos
parejas, de mismo estilo. En la primera, ella viste igualmente un traje de
fiesta de la época, color crema, con los bajos por encima de las rodillas y
convertidos en flecos, mientras que él es igualmente de esmoquin, totalmente negro,
excepto la corbata, blanca. Lleva un sombrero igualmente negro, con cinta
blanca. La otra pareja es de semejantes gustos: ella, un vestido de tonos
dulces y apagados (entre rosa y salmón), y entra fumando un cigarro en uno de
esos finos y largos palillos de la época. Él viste un esmoquin grisáceo a
rayas.
Los nombres de cada
personaje son: Juan y Elena; Julio y Ethel; y Eduardo y Luisa, respectivamente.
ELENA.- (Totalmente radiante, parándose en mitad de la escena, y recogiendo
sobre sí el penacho. A Juan). Si es lo que yo digo siempre. No hay nada
como el cabaret para olvidarte del mundo…
JUAN.- (A ellos, yendo a la cocina). ¿Queréis tomar algo?
ETHEL.- (Yendo junto a ella, acompañada por Luisa). Tienes toda la razón
del mundo.
JULIO.- (Yendo los tres a la barra. Juan queda tras ella, preparando unos
cócteles). No, gracias.
JUAN.- ¿Eduardo?
ELENA.- (A ellas). Podemos continuar la fiesta en casa.
EDUARDO.- No, gracias.
JUAN, ETHEL, LUISA.- ¿De veras? (Elena vase por la salida derecha, saliendo
al poco con una vieja gramola y poniéndola en la mesa).
JUAN.- (A Eduardo, mientras Elena ha ido a por la gramola). Venga, no me
hagas este feo… ¿Una margarita?
EDUARDO.- (A regañadientes). De acuerdo… ¡Pero no te pases con el alcohol!
JUAN.- (Con sonrisa maliciosa). Tranquilo… (A ellas, cuando Elena ha vuelto con la gramola). ¿Chicas?
ELENA.- ¿Qué?
JUAN.- ¿Queréis tomar algo?
ELENA.- (A ellas). ¿Queréis tomar algo?
ETHEL.- No, pero muchas gracias.
ELENA.- ¿Luisa?
LUISA.- No, creo que en la fiesta
ya bebí todo lo que quise.
ELENA.- (A Juan). No, no queremos nada. (Vuelve
a irse por la salida derecha, volviendo al poco con un disco de vinilo,
envuelto en su correspondiente cartón. Ellos hablan entre si). Fijaos el
disco que me compre la semana pasada.
ETHEL.- (Mirando la carátula del disco, anonadada, al igual que Luisa). ¡El
último de Maurice!
LUISA.- ¡Ponlo! ¡Ponlo! (Al oír a Luisa, Juan las mira asustado).
JUAN.- Elena, ¿no irás a poner el
disco de…?
ELENA.- Sí.
JUAN.- ¡No! ¡Ni se te ocurra!
EDUARDO.- (A Juan). ¿Qué pasa?
ELENA.- (A ellas, poniendo el disco en la gramola). ¡Ya veréis!
JUAN.- Es que se pasa todo el día
poniendo el mismo disco una y otra vez… ¡Es una condena! (Se oye el disco; es una canción de Maurice Chevalier, cantada por él
mismo. Las tres mujeres, juntas, oyen el disco como si de un místico éxtasis se
tratase. Juan, entre desesperado y resignado, a ellos). Ya está, chicos. Ya
no volverán a ser las mismas.
JULIO.- ¿Por qué?
JUAN.- Ahora, en vez de con
nosotros, ellas pensarán en el Chevalier ese.
EDUARDO.- ¿Y qué tiene ese que no
tengamos nosotros?
JUAN.- ¿Te hago una lista?
JULIO.- Bueno, bueno. Pero, ¿no
dijeron que se había muerto el año pasado?
ELENA.- (A ellos; las tres les miran un poco enojadas). ¡Eh! Todo lo que
dicen los periódicos es mentira…
ETHEL.- Patochadas…
LUISA.- Cábalas…
ELENA.- Todo eso lo inventan para
vender más y conseguir mayores beneficios. (Vuelven
a la audición del disco, embelesadas en el timbre del cantante).
EDUARDO.- (A ellos). Nos acaban de dejar, como quien dice, a la altura del
betún.
JULIO.- Pues si alguien lo
supiera…
JUAN.- Hablando de saber cosas…
¡Quién nos habría dicho lo de Nueva York!
JULIO.- Es cierto. Cualquiera
diría que si lo sabíamos de antemano.
JUAN.- Y gracias al cielo que nos
salimos justo unos días antes.
EDUARDO.- Y de ahí nuestra vida
cuasi-bohemia.
JULIO.- Tienes razón.
JUAN.- Bien dicho.
EDUARDO.- Y gracias a ello
tenemos casas como ésta, bebemos cócteles como éste y vamos a cabarets como el
de esta noche.
JUAN.- ¡Eduardo! ¡Me acabas de
dar una idea fantástica!
EDUARDO.- ¿Qué he hecho ahora?
JUAN.- Ya que ellas fantasean con
Chevalier, nosotros podemos hacer lo mismo.
JULIO.- Juan, no sabía que fueras
de esos…
JUAN.- ¡No! Me refiero a que
podemos hacer lo mismo, pero con la
Baker.
EDUARDO.- ¡Ah, pillín!
JULIO.- ¿Qué? ¿Problemas en el
paraíso?
JUAN.- ¡Pues claro! ¿No os
acordáis de la semana pasada, en el teatro, la que se armó? Pues eso.
EDUARDO.- Pues tranquilo, porque
después de la tormenta viene la calma.
JUAN.- Eso mismo le dijo la mujer
de Noé a Noé, la noche en que empezó a diluviar…
JULIO.- No sé, no sé… Es que me
han dado un chivatazo de que dentro de poco toda esta vida tan placentera que
conocemos se irá por el sumidero.
JUAN, EDUARDO.- ¿De qué hablas?
JULIO.- Ojo, que las chicas no se
enteren. Existen pruebas de que dentro de poco haya otra guerra en Europa.
EDUARDO.- Pero, ¿estás seguro?
JULIO.- Tengo un amigo que vive
en Alemania y que dice estar muy seguro de ello.
JUAN.- Pues habrá que irse
preparando, ¿no?
JULIO.- No, aún no. Es demasiado
pronto. Quizá dentro de unos años, porque aún falta mucho tiempo para que
empiece. Y os advierto: esto queda entre estas cuatro paredes, ¿de acuerdo?
JUAN.- Sí.
EDUARDO.- Seré una tumba.
JULIO.- Chito entonces.
ETHEL.- (A Elena, quien quita el disco al acabar). Me lo tienes que
prestar.
ELENA.- Por supuesto. (Guardando el disco en su cartón y dándoselo
a Ethel). Ten. Ya me lo devolverás cuando puedas (o quieras).
LUISA.- No, esa seré yo, porque
tras ella, me toca a mí tenerlo unos días.
ELENA.- (Con sarcasmo, alzando la voz para que ellos la oigan). ¡Ojalá los
hombres fueran iguales!
JUAN.- ¡Te he oído!
ELENA.- Es lo que pretendía. (Se oyen dar la una de la madrugada en un
lejano campanario).
ETHEL.- Pero, ¡qué tarde es ya!
JULIO.- Pues sí, cariño. Tienes
razón. Será mejor que nos vayamos, que, como decía mi padre, mañana es día de
colegio. (Vanse juntos hasta la puerta
principal- salida izquierda fondo).
EDUARDO.- (Junto a Luisa). Nosotros también nos
vamos.
JUAN.- ¿No
queréis quedaros un ratito más?
EDUARDO.- Lo
siento, pero yo mañana tengo que madrugar.
ETHEL.- (A Elena). Gracias por el disco. Ya te
lo devolveré cuando pueda.
ELENA.- (Acompañando a las dos parejas hasta la
puerta, abriéndola). No te preocupes.
ETHEL.- Bueno,
pues hasta mañana.
ELENA, JUAN.-
Hasta mañana.
LUISA, EDUARDO,
JULIO.- Adiós.
ELENA, JUAN.-
Sí. Adiós. (Vanse Luisa, Ethel, Eduardo y
Julio. Juan y Elena cierran la puerta y van al centro de la escena. Juan a la
barra para limpiarla un poco. Elena guarda la gramola).
JUAN.- Nosotros
será mejor que también nos vayamos a dormir, que luego se nos juntará el
desayuno con la comida.
ELENA.- (Tomando la gramola y llevándosela fuera de
escena- mutis por la salida derecha. Al poco vuelve a entrar). Yo guardo
esto y me voy a la cama.
JUAN.- Yo voy a
limpiar la barra y también me iré a la cama… (En cuanto queda solo, llaman al teléfono. Lo coge). ¿Diga?...
¡Hombre, hola, qué tal! Sí, muy bien. ¿Y tú?... ¿Qué tal Ana?... ¿Sigue igual,
eh?... Ya dije yo que al final… ¿Qué? ¡Ah! Que venís para acá pasado mañana. De
acuerdo… Si ya sabéis que siempre hay una cama libre para vosotros… Eso es… De
acuerdo… ¿Os voy a recoger o pediréis un taxi? Un taxi. Bien… Pues hasta
entonces… Adiós. (Cuelga).
ELENA.- (Quien, al entrar, ha oído la conversación
sentada junto a la barra). ¿Quién era?
JUAN.- Mi
hermano.
ELENA.- ¿Y que
se cuenta?
JUAN.- Que
pasado mañana él y su mujer vendrán unos días a quedarse aquí.
ELENA.- ¿Y qué
les has dicho?
JUAN.- ¡Elena,
que es mi hermano! ¿Qué le voy a decir?
ELENA.- Así que
hay que preparar una cama más. (Llaman a
la puerta con bastante insistencia. Juan acude a abrir). ¿Quién será a
estas horas?
DOCTOR.- (Vestido con batín científico blanco con
varias manchas multicolores, pelo albino revuelto y gafas de soldador. Entra en
la casa). ¡Estoy a punto! ¡Estoy a punto!
JUAN.- ¡Doctor!
¿Qué hay a tan altas horas?
DOCTOR.- ¡Estoy
a punto!
ELENA.- Pero,
¿para qué está a punto, doctor?
DOCTOR.- (Mirándoles loco). Vengan para acá. (Hacen un corrillo. Susurrando). Estoy a
punto de hacer el descubrimiento del siglo.
JUAN, ELENA.-
¿El descubrimiento del siglo?
DOCTOR.-
¡Chssst! (Mirando a todas partes). No
quiero que nadie se entere… Es muy importante mantenerlo en secreto. Aún están
recientes las heridas de la
Gran Guerra , y las paredes oyen. Si el presidente se enterase
de esto, seguro que no me volveréis a verme más.
JUAN.- ¿Y por
qué?
DOCTOR.- Porque
el gobierno me cogería para fabricar toda clase de inventos y armas para
defenderse.
ELENA.-
¿Defenderse? Pero, ¿contra quién?
DOCTOR.- ¿No lo
veis? ¡Contra ellos mismos! (Elena y Juan
se miran atónitos, sin lograr entender nada). Olvidarlo. No lo
comprenderéis. Por cierto, ¿no tendréis por casualidad hiperhidrato de
volframio enriquecido con níquel débil? (Misma
mirada entre la pareja). Lo suponía…
JUAN.- Pero,
doctor, díganos, ¿en qué está trabajando?
DOCTOR.- Estoy
trabajando en un asunto muy delicado.
ELENA.- ¿De qué
se trata? ¿Nos lo va a decir o qué? ¡Es que nos tiene en ascuas!
DOCTOR.- Bueno,
bueno… Estoy trabajando en una fórmula que sea capaz de transformar cualquier
objeto en oro, y creo que he dado con ella. Bueno, he dado con la teoría, pero
lo malo es la práctica…
JUAN.- ¿Oro?
Pero, ¿eso no era lo de la piedra filosofal?
ELENA.- Doctor,
me temo que os habéis confundido de siglo.
DOCTOR.- Así
que os pido la mayor de las discreciones. Es un muy alto secreto.
JUAN.- (Con ironía). Pues con lo discreta que
es Elena…
ELENA.- ¿Y cómo
dio con ello?
DOCTOR.- Pues
estaba un día en mi laboratorio haciendo unos experimentos de unión de metales
para ver si podría descubrir un nuevo metal, y, sin darme cuenta, derramé un
poco de ácido cobrizo de helio sólido en un preparado que tenía con clorato de
aluminio y hierro argentado. Cuál fue mi sorpresa al ver que al momento, cuando
fui a tirarlo, el recipiente donde lo eché se convirtió al momento en oro. Pero
los efectos eran muy esporádicos, por lo que necesito hiperhidrato de volframio
enriquecido con níquel débil para que duren más tiempo. E investigando,
investigando, he descubierto que los isótopos del aluminio, junto con los
electrones del cloro, entran en reacción al unirse con el hierro argentado,
porque el hierro, al tratarse con plata, hace variar el átomo de aquél, de
forma que el átomo resultante, con el número de protones, electrones, neutrones
y fulatrones, es de oro, pero de poca energía y con poca atracción entre el
núcleo y los electrones, por lo que necesito el volframio enriquecido para
aumentar esa atracción. ¿Me he explicado bien?
JUAN.- Protón.
Digo… Sí. (Eso creo).
DOCTOR.- Bien,
pues les dejo, que veo que tienen sueño. Yo veré si puedo conseguir un poco de
volframio por ahí… Ustedes descansen.
ELENA.- Usted
también debería descansar.
DOCTOR.- ¡Oh,
hija! ¡La ciencia jamás descansa! (Vase).
ELENA.- (Cuando el Doctor es ido. A Juan). Este
hombre acabará descubriendo la rueda.
JUAN.- Pobre
hombre. Con lo que ha vivido… ¡Y pensar que hasta hace bien poco era un hombre
muy influyente de la sociedad! Pero entre la Gran Guerra , el
asesinato de la familia real rusa y ahora lo de Nueva York… No sé, querida,
pero creo que Schumann y Wolf, juntos, comparados con éste, están más cuerdos
que nosotros.
ELENA.- Bueno,
no te metas con él. Pobre hombre… ¡Bueno…! ¿Qué? ¿Nos vamos a la cama?
JUAN.-
Adelántate tú. (Elena vase por la salida
de la izquierda. Al poco se la oye gritar. Juan acude raudo hacia ella, justo
en el momento en que Elena sale corriendo, llorosa, asustada. Se abraza
atemorizada a Elena). ¿Qué te pasa, cariño? ¿Qué has visto?
ELENA.- ¡Dios
Santo! ¡Ha sido horrible! ¡Un ser extraño!
JUAN.- ¿No será
que te has visto reflejada en un espejo?
ELENA.- ¡No! ¡Y
sé muy bien lo que he visto!
JUAN.-
Cuéntamelo…
ELENA.- ¡No sé
si podré!
JUAN.-
Inténtalo; cálmate.
ELENA.- De
acuerdo… Era pequeño, muy redondo, negro con el pelo blanco, el vientre también
lo tenía blanco, un vientre que le llegaba desde la cintura a las rodillas. Uno
de sus brazos era el doble de largo que el otro, y acababa no en dedos, sino en
plumas. Y no tiene pies, sino cascos de caballo o algo así. ¡Dios, qué gran
susto he pasado!
JUAN.- Elena…
¡Te he dicho más de mil veces que dejes de leer a Edgar Alan Poe!
ELENA.- ¡Te
juro que es real!
JUAN.- (Con ademanes de ir a la salida siniestra). ¡En
fin! Vayamos a ver…
ELENA.- (Reteniéndole). ¡Qué haces, loco! (Vase Juan).
JUAN.- (Al poco de irse. Muy enojado. En off).
Pero, ¿qué diantres hace usted aquí? ¡Venga! ¡Vamos! ¡A su casa! ¡Y no me
chiste! ¡Fuera! ¡Fuera! (Elena corre a
esconderse tras el sofá, asustada. Al poco aparece Juan). Elena, ¿éste es
tu monstruo? (Lleva consigo, sujeto del
brazo, a una mujer rellenita vestida de criada a la antigua usanza- traje
negro, cofia y delantal blancos, plumero en ristre).
CRIADA.- ¡Usted
sí que es feo!
ELENA.- (Contrariada, saliendo de su escondite).
¿Augusta? Pero, ¿qué hace usted aquí?
CRIADA.- ¡Llevo
una vida de perros!
ELENA.- ¿No me
diga que usted es pariente de Rintintín?
CRIADA.- ¡Ja!
¡Qué mas quisiera ese chucho ser familia mía!
JUAN.- ¡Venga!
¡A su casa!
CRIADA.- ¡No me
amarre! ¡Que esto es acoso!
JUAN.- Tiene
toda la razón del mundo. La estoy acosando…
CRIADA, ELENA.-
¿Cómo?
JUAN.-… para
que se largue de una puñetera vez. ¡Puerta!
ELENA.- Déjala
a la pobre mujer. Si está aquí será por algo.
JUAN.- Sí. Para
que no podamos pegar ojo. ¿No has leído a la Christie esa? ¡El
mayordomo es siempre el asesino!
CRIADA.-
Créame. Si hubiera querido matarles, hace tiempo que lo hubiera hecho.
ELENA.- Bueno,
pero, ¿qué hace aquí?
CRIADA.- Me han
echado.
ELENA, JUAN.-
¿De dónde?
CRIADA.- ¡Por
la ventana! ¿No te digo? ¡Pues de dónde va a ser! Pues de mi casa, por
supuesto.
ELENA.- ¿Y por
qué?
CRIADA.- Por
falta de pago.
JUAN.- (Echando mano de su billetera). Cuanto
es esta vez…
CRIADA.- (Sin darle importancia. Centrándose en el
billetero de Juan). Nada… Unos veinte mil… (Elena y Juan la miran atónitos. Juan guarda al momento su billetera).
JUAN.- ¿Pero
usted dónde se aloja? ¿En el Ritz?
CRIADA.- ¿Qué
quiere? Para la miseria que me pagan apenas me llega siquiera para la compra
del día…
JUAN.- Pues si
comiera menos…
CRIADA.- (Con sarcasmo). ¡Ja, ja, ja! ¡Qué
gracioso es el señorito!
ELENA.- No creo
que pase nada si se queda un par de días con nosotros…
JUAN.- ¡Elena!
ELENA.- Tu
hermano no vendrá hasta pasado mañana, ¿no? Pues nos da el tiempo suficiente
para que ese mismo día, bien temprano, ella recoja sus bártulos, tome la puerta
y preparemos la casa para cuando llegue.
JUAN.- ¿Y tú
crees que nos dará tiempo? Mira que mi hermano no avisa…
ELENA.- ¿Pero
no te acaba de llamar?
JUAN.- Bueno,
miento. Avisa para que prepares la casa, pero no avisa al llegar. Imagínate
cómo es, que un día me llamó diciendo que iba a verme y fue colgar y llamar él
ya a la puerta.
ELENA.- (A la criada, forzándola a irse). Ya has
oído a mi marido. No hay sitio para ti. Así que, venga, puerta y a la calle.
CRIADA.- (Resistiéndose). Pero señora, déjeme
estar dos días más. Les juro que no les molestaré. Ni sabrán que estoy aquí…
JUAN.- (Para sí). Eso va a ser un poco difícil…
CRIADA.- Tan
sólo denme esos dos días.
ELENA.- No sé…
CRIADA.- Por
favor…
ELENA.- (Mirando a Juan). ¿Qué hago? (Juan se levanta de hombros, como diciendo:
“a mi no me metas”. A la Criada ).
De acuerdo. Pero sólo dos días…
CRIADA.-
¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡No se arrepentirán!
JUAN.- (Para sí). Yo ya lo estoy haciendo
ahora…
ELENA.- Y ya
sabes, a los dos días, puerta.
CRIADA.- Y para
celebrarlo ahora mismo me voy a comprar comida como para todo un batallón.
JUAN.- ¿A la
una de la madrugada? ¡Si todo está cerrado!
CRIADA.- No
para mí. Más les vale a los tenderos tenerme siempre los puestos abiertos si
saben lo que les conviene. ¡Vamos! ¡Soy capaz de cualquier cosa que ríase usted
del sitio de Verdún! (Vase la Criada por la puerta
principal).
JUAN.- (Cuando la Criada es ida). Esta mujer es una catástrofe.
Peor incluso que lo de Nueva York.
ELENA.- ¿De qué
te quejas? Si es muy simpática…
JUAN.- Hasta
que nos dé la puñalada trapera… En todos los sentidos.
ELENA.- Eres
muy pesimista.
JUAN.- No. Sólo
soy realista. ¿Sabes por qué desaparecieron los dinosaurios? Porque esta mujer
les perseguía a todas horas para bañarles, y prefirieron meterse en los pozos
esos negros para no seguir más con ella… ¿Y la caza de brujas de Salem? Ella lo
empezó porque un día se la oyó decir “esa mujer es una bruja”, o “parece
magia”, y ahí se lió la gorda. ¿O lo de la Atlántida ?
ELENA.- Parece
que no te cae muy bien…
JUAN.- ¿Tanto
se me nota?
ELENA.-
¿Sabes qué te digo? Que voy a ir sacando la cama para tu hermano.
JUAN.-
¿Ahora? ¿No es un poco… pronto?
ELENA.-
Ya sabes que si al final lo vamos dejando, lo vamos dejando y terminamos con
prisas y mal.
JUAN.-
Tienes razón. Te ayudo. (Vanse por la
salida derecha. Al poco entran, en cuclillas, un reducido grupo integrado por
tres hombres, vestidos los tres de negro. Por orden de entrada son Al, Diego y Edmundo).
DIEGO.-
(A Al, susurrando). ¿De verdad que
está aquí?
AL.-
(A Diego, susurrando). ¡Pues claro!
Llevo varios meses vigilando la casa.
DIEGO.-
¿Y si al final resulta que no es aquí? ¿Y si te has confundido?
AL.-
Eso no me lo repites en la calle. ¿Yo, confundirme?
DIEGO.-
Te recuerdo que una vez, por un pequeño, pequeñísimo despiste tuyo, casi
acabamos en la cárcel.
AL.-
¡Ya os he dicho más de mil veces que desde pequeño siempre tuve problemas en
diferenciar la derecha con la izquierda!
EDMUNDO.-
(Quien desde su entrada ha ido oteando
muy concienzudamente la escena). ¡Chsst!
DIEGO.-
Quizá si hubieras acabado tus estudios…
AL.-
¡Mira quién fue a hablar!
DIEGO.-
Oye, que yo al menos llegué al último curso. No como otros…
AL.-
¿Me estás amenazando? (Mira tras sí y
vuelve a Diego). ¿Me estás amenazando?
EDMUNDO.-
¡Chsst!
DIEGO.-
Sólo digo que, aunque yo tampoco acabé los estudios, al menos llegué hasta el
último curso.
AL.-
¡Ah, claro! ¿Y eso es prueba de que sabes más que yo?
DIEGO.-
Sí.
AL.-
Pues te digo una cosa. Que… (Con la
palabra en la boca. Comienza a pensar en lo último dicho. Aparte). Pues al
final va a tener razón…
DIEGO.-
Pues claro. Soy más listo que tú, y siempre llevo la razón.
AL.-
Bueno, de acuerdo, pero aquí, ¿quién es el jefe?
DIEGO.-
Tú.
AL.-
Pues entonces.
EDMUNDO.-
¡Chsst!
AL.-
(Con cierto enfado a Edmundo).
¡Chsst! ¡Chsst! ¡Chsst! ¿Y a ti qué es lo que te pasa? ¿Tienes complejo de
platillos o qué?
EDMUNDO.-
Al final nos van a coger…
AL.-
Si dejarás de chistar… ¡Y relájate, hombre!
EDMUNDO.-
¡Si estoy muy relajado!
DIEGO.-
Pues tienes el pulso como para robar sonajeros. (Al, de repente, se pone en alerta).
AL.-
¡Escondámonos!
DIEGO.-
¿Por qué?
AL.-
Parece que viene alguien…
EDMUNDO.-
Si ya lo he dicho yo…
AL.-
Tú cállate y escóndete. (Vanse los tres
por la salida izquierda. Al poco entra Juan, con cierto malhumor. Viste un
pijama a rayas).
JUAN.-
(Como para sí, dirigiéndose a la barra de
la cocina). O sea, no comió nada en el cabaret y ahora le entra hambre.
Lógico. Pero mira que pedirme la mantequilla… No sé para qué la querrá… Ya la
noté un poco rarita cuando bailamos el tango. Y no quiere pan, ni galletas, ni
nada. ¿Qué va a hacer entonces? ¿Comérsela a palo seco? (Póngase tras la barra y agáchese, como buscando algo). Creo que
estaba por aquí… Esta mujer, con la manía que tiene de cambiar siempre las
cosas de sitio… ¿A ver si al final nos pasa como le pasó a mi abuelo, que
alquiló un cuarto de su casa? Le llegó un alemán que le empezó a cambiar las
cosas de sitio… ¿Cómo se llamaba…? ¡Ah, sí! Alzheimer. Pero, bueno, ¿y la
manteq…? ¿Eh? ¿Y esto qué es? (Levántese,
tarro en mano. Mírelo y lea la etiqueta). “Mermelada natural de fresas”.
¡¿Consumir antes de 1899?! (Déjela con
rapidez en la barra y retírese un par de pasos. Gesticula con repugnancia).
Creo que ya está caducada esa mer… me… la… da… (La lata comienza a moverse lentamente. En ese preciso momento, Juan
silabiza la última palabra, y mira asombrado la lata). ¿Desde cuándo las
fresas caminan? (La lata hace mutis).
Esperemos que la mantequilla sea más… joven. (Vuelva a agacharse a por la mantequilla. Cuando está oculto, comienzan
a entrar, lentamente, Al, Diego y Edmundo, quienes, pistolas en mano, avanzan
hasta delante del mostrador, esperando a que Juan se levante). Veamos…
Queso…, plátanos…, jamón…, champán… ¡Ah! Aquí está. Al fin apareció. (Levántese, tarro en mano. En ese momento,
los tres le apuntan con las pistolas. Les ve, se asusta un poco). ¿Y
ustedes quiénes son?
AL.-
Los que te vamos a llenar de plomo el cuerpo si no colaboras.
JUAN.-
¡Ah! Ustedes son amigos del doctor, ¿no?
AL.-
En cierto modo, sí.
JUAN.-
Pues se han equivocado. El doctor no vive aquí…
DIEGO.-
(A Al). ¿Lo ves? Te lo dije.
AL.-
(A Diego). Átale.
DIEGO.-
¿Y con qué? ¿Con los cordones de los zapatos? (Al le rasga la chaqueta, separándole una manga).
AL.-
(Entregándole la manga). ¿Contento? (Diego toma a Juan del brazo y se lo lleva
el sofá, atándole las manos con la manga).
JUAN.-
(En el sofá, maniatado). Si esto es
una broma del doctor, no le veo la gracia. (Al
momento aparece Elena, en camisón de seda).
ELENA.-
(Entrando). Cariño, ¿lo encuentras o
no? (Ve la escena. Se le queda mirando a
todos. Al momento se da la vuelta). Creo que estoy soñando.
AL.-
(A Diego). Diego. Átala. (Diego corre a por Elena y la toma del
brazo).
DIEGO.-
¿Y a ésta con qué la ato?
AL.-
(Desgarrándole la otra manga de la
chaqueta). Con la otra. (Tomando la
manga y atando con ella las manos de Elena y dejándola en el sofá, junto a
Juan).
ELENA.-
(A Juan). ¿Y estos quiénes son?
JUAN.-
(A Elena). Sospecho que unos
secuestradores que no sé qué querrán de nosotros…
AL.-
(A ambos). Muy bien. ¿Y el doctor?
ELENA.-
(A Juan). Ahí tienes la respuesta.
JUAN.-
(A Al). Pues, la verdad, no lo sé.
Con lo que es ese hombre, estará perdido por la ciudad.
ELENA.-
(Para sí). Ese hombre lleva perdido toda su vida…
AL.-
Pues ya sabéis lo que dicen.
EDMUNDO.-
¿Y qué dicen?
AL.-
Que si Mahoma no va a la montaña… (Quédese
en silencio, para que el resto acabe el refrán. El resto queda bastante tiempo
meditando la respuesta).
DIEGO.-
¿Cuchillo de palo?
EDMUNDO.-
¿Buena sombra le cobija?
JUAN.-
¿Puente de plata?
AL.-
¡No! Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma.
TODOS
(Excepto Al).- Ah…
EDMUNDO.-
¿Y eso qué quiere decir?
AL.-
Que si nosotros no vamos a por el doctor, será él quien vendrá a nosotros.
DIEGO.-
¿Y cómo lo haremos?
AL.-
(Con ironía y sarcasmo). ¿No eres tú
el que más cerca estuvo de acabar el colegio? Pues piensa algo, listo.
DIEGO.-
Oye, no me vengas con esas.
ELENA.-
¿Y por qué no le llaman por teléfono? (Juan
la da un codazo en las costillas para que se calle. Al, Diego y Edmundo la
miran).
AL.-
¡Cierto! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?
DIEGO.-
¿De veras quieres que te conteste?
AL.-
¿Dónde hay un teléfono?
ELENA.-
Allí, en la barra. (Nuevo codazo de Juan.
Al va hasta la barra, toma el auricular y se prepara para marcar, pero se
detiene). Cuatro, cero, cinco, uno, cincuenta, ocho.
JUAN.-
(A Elena). ¡Pero quieres hacer el
favor de callarte de una vez!
AL.-
(Tras marcar, espera a que contesten).
¿Doctor? Disculpe que le llame a estas horas… ¿Que estaba despierto? Ah… ¿Y qué
es lo que hacía?... Ah… Lo de antes… Perdone,
pero, ¿qué era eso?... No, lo siento, pero no me acuerdo… Ah… Ajá… ¡Mmm! Bueno,
¿podría venir un momento? Creo que tengo algo que podría interesarle… ¿Que si
podría dejarlo para mañana? Lo siento, pero no. Sí, es muy importante… Gracias…
Hasta dentro de un rato… (Cuelga y
regresa junto a sus compañeros).
JUAN.-
(A Elena). No te podías estar
callada, no.
AL.-
En unos minutos volverá… (Llaman a la
puerta. Al obliga a Juan y a Elena a contestar).
ELENA.-
(A quien llama). ¿Quién es?
LUISA.-
(En off). Elena. Ábreme. Soy yo,
Luisa.
AL.-
¿Quién es Luisa?
JUAN.-
Nadie. No es nadie. (A Luisa). Vuelve
mañana. (Al le tapa la boca).
ELENA.-
¡Pasa! ¡Pasa, querida! ¡Está abierto! (Luisa
entra, disco en mano).
JUAN.-
(A Elena). Pero, ¿te has vuelto loca
o qué?
LUISA.-
(Entrando). Tan sólo venía a
devolverte tu disco, porque me he dado cuenta de que no tengo… (Viendo la escena)… tocadiscos… Veo que estáis
ocupados, así que volveré luego… (Preparándose
para irse).
AL.-
(A Diego). Diego. Átala.
DIEGO.-
(Reteniendo a Luisa). ¿Y a ésta con
qué la ato? (Al le desgarra la manga de
la camisa que lleva debajo. Diego ata las manos de Luisa con la manga y la
sienta junto a la pareja en el sofá. Cuando la deja, se reúne con Al y Edmundo
a un aparte).
LUISA.-
(A la pareja). ¿Qué pasa aquí?
JUAN.-
Un secuestro, hija. Un secuestro.
LUISA.-
¿Un secuestro? ¡Qué bien!
JUAN.-
¿Y a ti qué te pasa?
EDMUNDO.-
(A Diego y Al). Esto se nos está
yendo de las manos…
LUISA.-
¡Qué excitante!
AL.-
Tranquilos. Lo tengo todo controlado.
LUISA.-
Una amiga mía se fue un día a Estocolmo y la secuestraron. ¡Se lo pasó más
bien…!
JUAN.-
La verdad es que te mueves en unos círculos…
DIEGO.-
Esperemos que no venga más gente, porque si no me veo en calzoncillos…
ELENA.-
¿Y Eduardo?
JUAN.-
¿No habrás venido con él, verdad? (Llaman
de nuevo a la puerta. Para sí, algo desesperanzado). Pues sí.
EDUARDO.-
(En off). Luisa, querida. Se hace
tarde.
AL.-
(A los del sofá). ¿Y ese quién es?
LUISA.-
Mi marido. (A Eduardo). ¡Pasa,
querido! ¡Que hay un secuestro!
EDUARDO.-
(Entrando). ¿Pero qué tonterías
hablas? (Viendo la escena).
AL.-
(A Diego). Diego…
DIEGO.-
Que lo ate, ¿no?
AL.-
Sí. (Diego se desgarra la otra manga, ata
con ella las manos de Eduardo y le sienta en el sofá).
EDUARDO.-
(A Luisa, mientras le atan). Si esto
lo entiendes por una noche romántica…
AL.-
¡A callar! Que me empieza a doler la cabeza…
ELENA.-
Hay una aspirina en el baño…
JUAN.-
¿Pero es que tú no te callas nunca o qué?
ELENA.-
(A Juan). Tan sólo pretendía ser
hospitalaria…
JUAN.-
Hospitalaria serás más que nunca con los gusanos si por tu culpa nos matan a
todos.
EDUARDO.-
¿Pero alguien me quiere explicar qué demonios ocurre aquí?
JUAN.-
Resumiendo: estos tres han venido a secuestrar a un científico vecino nuestro no
sé para qué.
LUISA.-
¿No es emocionante? ¡Ojalá tuviera aquí mi cámara de fotos!
JUAN.-
(A Eduardo). Eduardo, entre tú y yo,
tu mujer está como una regadera. (Vuelven
a llamar a la puerta).
ELENA.-
¿Quién es?
AL.-
(A Diego y Edmundo). Veamos si a la tercera
va la vencida…
ELENA.-
¿Quién es? (No contestan).
JUAN.-
¿No contestan?
EDUARDO.-
Será algún chaval que llama y se va luego. (Vuelven
a llamar).
ELENA.-
¡Pase!
JUAN.-
¡Cállate ya, por Dios!
ALFREDO.-
(Entrando de sopetón, con fuerza, alegría
y portando dos maletas. Viste ropa de pueblo de la época. Con los brazos
abiertos). ¡Hola, querido hermano!
JUAN.-
¡Alfredo!
ALFREDO.-
¡Juan! ¡Elena!
ELENA.-
¿Alfredo?
JUAN.-
¡Elena…!
TERESA.-
(Entrando tras Alfredo. Viste un vestido
largo de colores claros. Lleva igualmente dos maletas. Con timidez).
¿Alfredo?
ALFREDO.-
(Mostrando a Teresa). Teresa.
JUAN,
ELENA.- ¿Teresa?
LUISA,
EDUARDO.- ¿Alfredo? ¿Teresa?
JUAN.-
Eduardo.
ELENA.-
Luisa.
TERESA,
ALFREDO.- ¿Eduardo? ¿Luisa?
AL.-
(Señalando según va nombrando). Al,
Diego, Edmundo. Y echas las presentaciones…
DIEGO.-
No sigas. (Y se desgarra la camisa, con
la que ata las manos a Alfredo). ¿Y
a ésta? (Al le mira las piernas. Diego se
mira). ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Por ahí sí que no paso!
AL.-
Vamos…
DIEGO.-
¿Y por qué no os quitáis las mangas vosotros?
AL.-
Las mías ni olerlas, que son de diseño y muy caras.
EDMUNDO.-
A mí no me mires. Fuiste tú el que discutiste con él.
AL.-
Al…
EDMUNDO.-
Al. Él. Al. Al. Él. ¡Cómo sea!
AL.-
Venga, Diego. Que luego no se diga. (Diego,
a regañadientes, se arranca una de las perneras del pantalón, con la que ata
las manos a Teresa, sentándola en el sofá).
ALFREDO.-
(Mientras le atan las manos y le sientan
en el sofá. Teresa va tras él. A Juan). Hermano, ¡qué recibimiento!
JUAN.-
¿No te lo esperabas?
ALFREDO.-
Pues no.
JUAN.-
(Para sí). Yo tampoco…
ELENA.-
Pero, ¿no veníais pasado mañana?
TERESA.-
Es que hemos cogido el Talgo. ¡Hija, qué maravilla! ¡Qué rapidez!
EDMUNDO.-
¡Pero ese doctor viene o no viene! (Llaman
a la puerta). No, si antes lo digo…
ELENA.-
¡Pase!
DOCTOR.-
(Entrando). ¿Qué me queríais, amigos
míos?
AL.-
¡Por fin! ¡Por fin! ¡Es él! ¡Al fin llegó!
DOCTOR.-
¡Una fiesta sorpresa! ¡Para mí! No sé cómo agradecéroslo, chicos. Me alegro tanto…
AL.-
Diego…
DIEGO.-
Pero éste es el último. El próximo que lo ate tu tía. (Desgárrese la otra pernera del pantalón y ate con ella las manos del
doctor).
DOCTOR.-
(Mientras es maniatado). Estos
jóvenes de hoy día… ¡Qué cosas tienen!
AL.-
Doctor. Díganos la fórmula o se arrepentirá.
DOCTOR.-
Me arrepentiré si os la digo. ¡Habrase visto…!
AL.-
¡Doctor! No me caliente…
DOCTOR.-
¡Pues claro!
DIEGO.-
¡Te cedo el puesto!
DOCTOR.-
¡Eso es!
EDMUNDO.-
¿De qué está hablando?
DOCTOR.-
¡Hay que calentarlo a doscientos grados! ¡No a cien!
AL.-
Doctor, o me habla en cristiano o…
DOCTOR.-
A doscientos grados se funde el magnesio, y como lo estaba haciendo a cien,
pues no se derretía del todo y se mezclaba muy mal. ¡A doscientos sí que se
deshace del todo y se mezcla mucho mejor!
JUAN.-
No le hagan caso. Está muy chocho y delira…
AL.-
Díganos la fórmula o eso de los doscientos grados será lo último que dirá…
DOCTOR.-
¿La fórmula? ¿Qué fórmula? ¡Ah, la fórmula! ¿Y para qué quieren ustedes mi
fórmula?
DIEGO.-
Dígasela, que me congelo.
AL.-
La queremos para enriquecernos a costa del mundo.
DOCTOR.-
¿Mande?
DIEGO.-
Dígasela…
EDMUNDO.-
Se la venderemos a todos los países que puedan pagarla.
DOCTOR.-
¿Y de cuánto estamos hablando?
TODOS.-
¡Doctor!
DOCTOR.-
¡Bueno, bueno…! No se me pongan así… Ahora mismo se la digo… (Llaman a la puerta).
AL.-
¡Qué oportuno!
ALFREDO.-
¿Quién será?
ELENA.-
Ni idea.
AL.-
(A Diego). Anda, ve a abrir…
EDUARDO.-
Será la madre…
JUAN.-
¿Qué madre?
EDUARDO.-
Así seremos ya diez y la madre…
AL.-
Así al menos entrarás en calor. (Diego va
a abrir la puerta).
LUISA.-
¿Y si es la abuela?
TERESA.-
¡Claro! ¡Éramos pocos y parió la abuela!
CRIADA.-
(Entrando). Bueno, señores. Ya traigo
la…
JUAN,
ELENA.- ¡Augusta!
CRIADA.-
(Viendo a Diego de arriba abajo).
Creo que me voy a poner las botas esta noche… ¡Dios santo! ¡Qué jeta! ¡Qué
lomo! ¡Qué solomillos! ¡Qué pancetas! ¡Qué…!
JUAN.-
Augusta. ¿Se puede saber qué hace usted aquí?
CRIADA.-
¿Yo? Pues a que me pongan cuarto y mitad de este. (Señalando a Diego).
AL.-
Diego. Átala.
DIEGO.-
¡Que la ate tu padre! ¿No te digo?
AL.-
Diego…
DIEGO.-
Es que si me quito lo que me queda, me quedo en cueros vivos…
CRIADA.-
¡Con lo bien que me sienta a mi el cuero!
ALFREDO.-
¿Y ésta quién es?
EDUARDO.-
La criada.
ALFREDO.-
Ah… Ya me parecía a mí…
CRIADA.-
(Yendo hacia Diego, quien se aleja de
ella a la misma velocidad). Átame. Hazme lo que quieras. Soy toda tuya.
JUAN.-
Ya la has oído. Para ti toda, todita.
AL.- Átala.
DIEGO.- De
acuerdo… Pero a partir de ahora me tienes que subir el sueldo.
AL.- No te preocupes
por eso. Cuando tengamos la fórmula, seremos multimillonarios. (Diego, muy a regañadientes y muy a su
pesar, se desgarra lo que le queda del pantalón, quedándose en ropa interior.
Con el pantalón ata las manos de la
Criada ).
CRIADA.- (A Diego, tras atarla las manos. De frente a
él. Avanza hacia él, mientras Diego retrocede). Muy bien… ¿Y ahora, qué
quieres? Estoy a tu disposición… Puedo hacer todo lo que quieras… Todo…
DIEGO.- Lo
primero, aléjate de mí.
CRIADA.- Lo
siento, pero eso no va a ser posible… (De
repente, se tira encima de Diego, cayendo los dos al suelo. La Criada queda encima de
Diego, quien no se la puede quitar de encima. Mientras cae). ¡Ahora! (Tras ese grito, entran en escena, como un
vendaval, Julio y Ethel, pistolas en mano).
JULIO.- ¡Alto!
¡Que nadie se mueva! (Al y Edmundo,
sorprendidos y perplejos, intentan escabullirse. Edmundo vase por la salida
derecha, seguido por Ethel, y Al vase por la salida izquierda, seguido por
Julio. Como consecuencia, el Doctor cae al suelo. El resto, en el sofá, se
miran perplejos).
TERESA.- ¿Qué
pasa?
JUAN.- Ni idea.
LUISA.-
¿Quiénes eran esos? ¿La policía?
ALFREDO.- No
entiendo nada.
EDUARDO.- Todo
esto es muy raro. (Aparece de nuevo Al,
seguido por Julio. En ese momento, el Doctor intentaba ponerse de pie. Al le
toma de un brazo y le aúpa, poniéndole delante de sí, a modo de defensa humana.
Lléveselo hasta por detrás de la barra).
JULIO.-
Suéltale.
AL.- De eso
nada. (Se agacha y toma un cuchillo, con
el que amenaza el cuello del Doctor).
DOCTOR.-
Gracias, pero ya me afeité ayer.
AL.- Un paso
más y le corto el cuello.
JULIO.- Suelta
el cuchillo.
AL.- Suelta tú
la pistola.
ELENA.-
Soltadlo a la vez.
TODOS.-
¡Elena! ¡Cállate!
JULIO.- Deja
al viejo.
AL.- Que me
deje la fórmula.
JULIO.- Sabes
que nunca te la va a dar.
AL.- Eso es lo
que tú te crees.
LUISA.- (A sus compañeros). O actúa deprisa o el
pobre acabará a lo María Antonieta…
EDUARDO.- Oye,
¿ese no es Julio?
JUAN.- ¿De qué
hablas?
EDUARDO.- ¡Que
sí! ¡Que sí! ¡Es él!
LUISA.- No
sabía que fuera policía…
ELENA.- Yo sí.
TODOS (Excepto
Elena, Julio, Al y Diego).- ¿Cómo?
JULIO.-
¡Silencio!
AL.- ¿Nervioso?
JULIO.- No.
AL.- Pues yo
sí, así que andaos todos con ojo.
JULIO.- Suelta
el cuchillo…
AL.- ¡No!
JULIO.-
Suéltalo…
AL.- ¡Nunca!
JULIO.- Que lo
sueltes…
AL.- ¡Jamás!
TODOS (Excepto
Al y Diego).- ¡Suelta el puñetero cuchillo!
AL.- ¡De
acuerdo! ¡De acuerdo! Suelto el cuchillo… (Suéltelo).
Pero al doctor no.
JULIO.- ¿Por
qué?
AL.- Porque no
me lo habéis pedido. Tan sólo me habéis dicho que suelte el cuchillo, pero al
doctor ni lo habéis mencionado.
JULIO.- Pues
ahora te pido que lo sueltes.
AL.- Demasiado
tarde. Éste ahora se viene conmigo. (Intenta
fugarse, yendo lentamente hasta la puerta principal, con el doctor como coraza
humana, pero siempre fijando la vista en Julio. Éste, apuntándole aún con el
arma, rota sobre sí mismo, igualmente sin apartar la mirada de él. Cuando Al
queda al otro lado, avanzando lentamente hacia atrás hasta la puerta, de
repente, y en silencio, aparece Ethel, jarrón en mano, por la salida izquierda,
avanzando hasta Al. Cuando queda a su espalda, le da con el jarrón en la
cabeza. Por efecto del golpe, Al suelta al Doctor, quien escapa haciéndose a un
lado. Julio le toma del brazo para ponerle a salvo. Al queda un momento de pie,
con mirada ida, y cae pesadamente, justamente encima de la Criada y de Diego).
ELENA.- ¡Mi
jarrón!
TODOS (Excepto Elena,
Ethel, Doctor, Julio, Diego y Al).- ¡Bien! ¡Viva! ¡Hurra! (etc…; cada uno a su manera. Ethel acude junto a su marido).
CRIADA.-
¿Alguien me ayuda? Es que no estoy preparada para hacer un trío…
JULIO.- ¿Estás
bien, cariño? ¿Y el otro?
ETHEL.- Le he
dejado atado en aquella habitación. No tiene por dónde escapar…
JUAN.- ¿Alguien
quiere hacerme el favor de explicarme todo este guirigay?
ELENA.- (Julio y Ethel acuden a desatarles). Yo
te lo explico, cariño. Julio y Ethel son espías secretos.
JUAN.- ¡Y tan
secretos! No lo sabía ni yo…
ELENA.- Esta
noche, en el cabaret, Ethel me lo comentó, sabiendo que entre amigas no hay
secretos entre ellas. Y me dijeron que podría pasar que esta noche secuestrasen
a nuestro amigo el Doctor…
JULIO.- (Interrumpiéndola y, a la vez, siguiendo la
explicación)… Así que uno de esos días en que nos invitabais a vuestra
casa, decidimos pinchar vuestro teléfono, de forma que sabíamos a quiénes
llamáis y quiénes os llaman.
JUAN.- Por eso
le diste el número de teléfono al tipo este…
ELENA.- Por
eso… Y cuando después de ello, empezaron a llamar a la puerta, yo les cedía el
paso para que entraran pensando…
JUAN.- (Interrumpiéndola y siguiendo la
explicación)… Pensando que eran Julio y Ethel… Si es que esos son sus
verdaderos nombres…
JULIO.- Sí,
pero el apellido no es Smith, sino Bergrosen. Volviendo a la explicación, cuando
íbamos a subir, nos encontramos con ella (señalando
a la Criada ,
quien es aupada del suelo y desatada) y se lo explicamos.
CRIADA.- Al
entrar en el portal, me pidieron que me alejara, pero les dije que yo vivía
aquí, les dije el número de la puerta y del piso y me miraron un poco raros.
Entonces caí en la cuenta de que yo a ellos les conocía por verles venir varias
veces a la casa, con lo que…
ETHEL.- (Interrumpiéndola y siguiendo la explicación)…
Con lo que la dijimos la verdad. Ella aceptó en colaborar en todo, pero le
dijimos que era demasiado peligroso. Pero debido a su insistencia, la dejamos
que nos ayudara.
JULIO.- Y el
resto tú ya lo conoces. Y como ahora todos vosotros sabéis la verdad, os
tenemos que matar. (Les apunta con la
pistola).
TODOS (Excepto
Ethel, Julio, Al y Diego).- ¡¡¡¿¿¿QUÉ???!!!
JULIO.- (Riendo y bajando el arma). Que no… Es
una broma…
LUISA.- La
típica del espía.
JULIO.- (Poniéndose serio de repente). Tenéis
veinticuatro horas para abandonar el país.
JUAN.- Es otra
broma, ¿no? (Julio sigue serio).
¿Hablas en serio? ¿De veras tenemos que abandonar el país?
JULIO.- (Volviendo a reír). Es otra broma…
EDUARDO.- Pues
como nos has mentido siempre, no sé en qué creer…
JUAN.- ¿Y cómo
es que no me lo contaste antes?
JULIO.- Temía
que te fueras de la lengua…
JUAN.- ¡O sea!
¡Que se lo contáis a mi mujer, que es patrona de los loros, cacatúas, cotorras
y demás aves parlantes, y a mí no! Pues anda que… ¡Cómo se nota que te gusta el
peligro!
ALFREDO.- (A Juan). Bueno, querido hermano… Creo
que Teresa y yo nos vamos… Me parece que os hemos pillado en un mal momento… Ya
vendremos si eso otro día… (Toman sus
maletas y vanse por la puerta, corriendo).
LUISA.- (A Elena). Yo tan sólo venía a
devolverte el disco, así que aquí te le dejo… (Vase por la puerta, corriendo).
EDUARDO.- Juan,
ya quedaremos otro día… (Vase tras su
mujer).
DOCTOR.- Yo, si
no les importa, seguiré con mis investigaciones… (Vase por la puerta).
CRIADA.- Yo ya
no les molesto más… Me voy a buscar un nuevo piso… Y un nuevo señor a quien
servir… (A Diego). Si éste al final
se deja domar por quien yo me sé…
DIEGO.- ¿De qué
me habla?
CRIADA.- (A Julio). ¿Me lo puedo quedar?
JULIO.- Lo
siento, pero quedará una larga temporada a la sombra…
CRIADA.- ¡Da
igual! Le visitaré todos los días.
DIEGO.- ¡No!
¡Eso sí que no! ¡Por favor, ejecútenme ya! ¡Se lo suplico! (Ethel aupa a Diego y a Al, quien queda un poco atontado, y, ayudada
por la Criada ,
se los lleva. Los cuatro vanse por la puerta).
JULIO.- Pues yo
también me voy… No os molesto más. Creo que ha sido una noche muy movidita
incluso para mí, así que os dejo que descanséis. Lo malo es que ya nunca más me
volveréis a ver… Adiós. (Vase).
JUAN.- (Cuando todos son idos). ¡Qué escena más
surrealista!
ELENA.- No sé
tú, pero yo me voy a la cama. Se ha hecho muy tarde.
JUAN.- Tienes
razón… (Telón. Pero al poco de bajarse,
se oye llamar a la puerta con insistencia y desesperanza. El telón se alza y
aparecen a escena, de nuevo, Juan y Elena. Juan acude a abrir). ¡Ya va! ¡Ya
va! (Abre. Entra Ethel, con respiración
muy agitada, nerviosa y las ropas algo destrozadas).
ELENA.- (Corriendo a socorrerla). ¡Ethel!
ETHEL.- (Cayendo al suelo, socorrida por la pareja).
Tenéis… tenéis que ayudarme…
JUAN.- ¿Qué
pasa, Ethel? ¿Qué tienes?
ETHEL.- Es… es
Julio.
ELENA.- ¿Qué le
pasa a Julio? ¿Dónde está?
ETHEL.- Está en
peligro…
JUAN.- Elena,
coge el abrigo. Ethel, ¿quieres tomar un vaso de agua?
ETHEL.- (Se levanta ayudada por Juan y Elena). Gra…
gracias, pero no hay tiempo.
JUAN.- (Los tres hacen mutis por la puerta y
telón). Y dinos, ¿dónde está Julio?
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